Canalla, tanguero y fumador empedernido, ni el título del 78 lo convenció que ser técnico era mejor que ser jugador.
Alos 85 años acaba de nacer una leyenda: César Luis Menotti.
Por estas horas, la noticia de su muerte tiene un fuerte impacto a nivel mundial. El planeta fútbol, a través de las redes sociales y desde las portadas de numerosos medios argentinos e internacionales, ya le rinde un respetuoso homenaje a alguien cuyo protagonismo excedió largamente los límites geográficos de nuestro país. No es para menos semejante repercusión. El Flaco, más allá de siempre considerarse un genuino integrante de la raza de los futbolistas, adquirió su mayor popularidad en el rol de entrenador. A tal punto que pertenece al privilegiado y exclusivo grupo de 21 directores técnicos que saben cuánto pesa la Copa del Mundo. Abanderado de un estilo de juego cuyos seguidores popularizaron como menottismo, la enorme figura de César también representó el puntapié inicial de la organización y el profesionalismo en la Selección Nacional. Canalla, tanguero y fumador empedernido, el Flaco fue, ante todo, una persona que respiró muchísimo fútbol. Una pelota con gajos blancos y negros en su oficina en pleno centro porteño para decorar su escritorio, una foto futbolera siempre en su perfil de whatsapp (la última, una de su admirado Pelé saltando a cabecear) y hasta una dirección de correo electrónica con clara alusión al juego (elachique@…) son pequeños ejemplos de cómo el fútbol abarcó toda su vida.
«Yo nací y voy a morir futbolista», declaró más de una vez para dejar en claro qué relevancia le daba a su etapa de jugador, muy por arriba de su labor como técnico. A los 16 años, cuando su padre Antonio murió por un cáncer de pulmón debido a la adicción al cigarrillo, ya se ganaba la vida jugando en la Liga Carcarañense en Santa Fe. Le pagaban por algo que estaba dispuesto a hacer gratis. Ni el título mundial logrado en 1978 lo convenció de que ser DT era algo mejor que ponerse los cortos y entrar a la cancha a jugar. El momento que más disfrutaba de dirigir era cuando se calzaba los botines negros marca Puma para los entrenamientos y pisaba el verde césped de la cancha de turno.
De colgar los botines a calzarse el buzo de DT
No tenía aún 35 años cuando hizo historia con técnico de aquel Huracán campeón del 73. Un equipazo al que iban a ver hinchas de otros clubes por su juego. Antes, había arrancado dirigiendo nada menos que a Newell’s. Pero ese equipo con Houseman, Brindisi, Babington y Cía., que respetó la historia de La Nuestra, ese estilo de juego vistoso y ofensivo que representaba al fútbol argentino, lo consagró. El Globo era la reencarnación de La Máquina y a él lo comparaban con Pedernera y Peucelle.
Un año después de ese hito se convirtió en el fundador (más que en el entrenador) de la Selección Argentina. Todo el fútbol local se encolumnó detrás de las bases organizativas que ideó Menotti. Su triunfo en el 78 fue el desencadenante de un proceso serio como nunca había ocurrido antes. Aunque la dictadura reinante en el país en aquella conquista provocó que muchos detractores la utilizaran para intentar quitarle méritos. Pocas cosas le molestaban tanto como que se dudara de la legitimidad de la victoria de sus jugadores y de la supuesta complicidad, aunque sea pasiva, tanto suya como de aquel plantel en esos años oscuros del país.
De ahí hasta el Mundial 82 fue uno de los personajes más famosos y representativos de nuestro fútbol. El pelo largo, el humo del cigarrillo, la voz gruesa y un permanente mensaje a favor del espectáculo y de la culturalización del fútbol, sumado a un carisma que seducía, generaba más simpatías que rechazos. Gozaba de un respaldo popular. Hasta era imitado por Mario Sapag, famoso humorista de la época, en pleno horario central de la TV nacional.
Pero su salida de la Selección y la inmediata llegada de Carlos Salvador Bilardo inauguró un nuevo capítulo de las históricas grietas argentinas. De las más virulentas, en términos de agresividad discursiva, que se recuerdan. Era un Boca-River pero de entrenadores enfrentados por ideas futboleras y por formas de ver la vida que empeoró por el fanatismo de sus respectivos seguidores. La pelea no le sirvió a ninguno. Cada uno se fue aferrando más al estereotipo del personaje que encarnaban. Si Menotti representaba al fútbol lírico, más extremaba ese discurso: «ganar no es lo único». Si Bilardo simbolizaba el resultado, más enfatizaba el mensaje: «lo único que importa es ganar». Irreconciliables hasta la muerte, literal.
El Flaco debió soportar durante muchos años el tiroteo mediático constante de ese sector del bilardismo que era clara mayoría dentro de los medios masivos. Se lo acusó de vago porque supuestamente sus equipos no se entrenaban físicamente cuando sí lo hacían pero con ejercicios con la pelota. En realidad, no la veían: era un adelantado a su época. En el fútbol actual su metodología de entrenamiento la aplican desde Guardiola hasta Ancelotti pasando por Klopp y Scaloni, entre otros. También se lo criticó por no lograr grandes titulos a medida que continuaba su carrera. Como si Bilardo sí hubiese ganado algo luego de México 86.
Post Selección pasó por el Barcelona («el único lugar del que no me tendría que haber ido nunca», le reconoció en una charla a Olé), Boca (dos etapas), River, Independiente (tres ciclos como DT y uno de manager) y también en el Atlético de Madrid, Peñarol, Sampdoria, Rosario Central, Puebla y Tecos de México.
En el 2011, tras haber colgado el buzo, el spoiler alert que figura en los paquetes de cigarrillos casi se hace realidad. Debieron operarlo de un nódulo en un pulmón. El faso no lo mató pero fue un aviso. A partir de ahí aflojó un poco con el vicio. Pasó del atado de 20 parisiennes al día por uno de 10. «Joan Manoel Serrat me dijo por qué no me dejaba de joder con el faso», contó.
Ya lejos de la dirección técnica, su figura se había transformado en una especie de oráculo al que muchos jóvenes entrenadores iban a visitarlo para compartir un café y preguntarle por cuestiones futbolísticas. Guillermo Barros Schelotto, Jorge Almirón, Diego Cocca, Mauro Navas, entre otros, fueron algunos de los visitantes a sus mesas de bar. También Pep Guardiola, quien vino a conocerlo a la Argentina y cenaron juntos en un restaurante de Recoleta, justo antes de largarse a dirigir.
Siete años después de aquel episodio de salud, justo a poco de cumplir los 80 años, fue designado Director General de las Selecciones Nacionales de la AFA. En esa función tuvo una sugerencia muy valiosa cuando nadie la veía. Le recomendó a Claudio Tapia que debía hacerle contrato al hasta entonces Dt interino Lionel Scaloni. La consagración en Qatar tuvo su aporte, su granito de arena, y ese título fue una de las últimas grandes alegrías que le dio el fútbol.
Lo que comenzó a matarlo fue la pandemia. «Acá andamos amigo, en cana, como todos», respondió por mensaje de whatsapp cuando el autor de esta nota quiso saber cómo vivía el aislamiento forzado. Con el Covid empezaron sus problemas de salud y el bajón anímico. Esa voz grave se fue apagando de a poco. En ocasiones, su imagen aparecía de forma remota en alguna clase de la Escuela de Entrenadores que lleva su nombre y que fundó en el 2019. En otras, contestaba los llamados de Guardiola, interesado desde Manchester por su salud y para charlar un rato sobre fútbol. Mientras, mantenía su pasión por la lectura, con Manuel Vázquez Montalbán como escritor de cabecera, y por la música, escuchando tango y la orquesta del maestro Osvaldo Pugliese.
Quizás, en uno de sus últimos días, disfrutando de esa música que lo relajaba, encendió un cigarrillo, cerró los ojos y recorrió la película de su vida. Y seguramente se detuvo al verse calzándose los botines, poniéndose los cortos y entrando a la cancha para jugar. Porque sí, César. Tenía razón al final. Por más que sea ya una leyenda mundial como entrenador, usted nació y murió futbolista.
/Escrito por Vicente Muglia para Olé de Buenos Aires
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