Volvió el fútbol pero no nos engañemos: volvió a medias. Lo hemos echado muchísimo de menos. Tanto como vamos a añorar ahora a los aficionados, una pieza clave en este circo.
Lo intuíamos y un solo partido ha bastado para comprobarlo: el fútbol sin los aficionados llenando los estadios no es más que un triste sucedáneo, una fiesta interrumpida de madrugada por las quejas de la vecina, un quiero y no puedo, un sí pero no. Una cerveza sin alcohol y además tibia. Que no tengamos más remedio que aceptarlo no significa que no podamos decirlo. Es lo que hay, y bienvenido sea porque teníamos muchas ganas de volver a ver un partido en directo. Pero no es lo mismo.
Un Sevilla-Betis constituye uno de los mayores espectáculos futbolísticos que se pueden presenciar en vivo en todo el planeta. Si los derbis sevillanos gozan de esa merecida consideración no es tanto por la calidad de los futbolistas que lo disputan como por la incomparable pasión con que se viven en las gradas. Antes y durante los choques entre Sevilla y Betis o Betis y Sevilla del Pizjuán o del Villamarín los verdaderos protagonistas son los aficionados. Es el público el que consigue crear un ambiente que los transforma en partidos mágicos, no los jugadores.
Esta noche lo hemos visto con claridad. Sin ese colorido de las gradas, un Sevilla-Betis apenas se diferencia del Celta-Villarreal de mañana o del Real Sociedad-Osasuna del domingo. Es un buen partido de fútbol pero ya no es el deporte rey. Por mucho que LaLiga recurra a las tecnologías más vanguardistas para intentar recrear el sonido ambiente habitual y el público virtual, aquello se ve impostado, un artificio que chirría. Le sobra color y sonido pero le falta calor y alma.
LA IMPORTANCIA DE LOS AFICIONADOS
Y en realidad es bueno que sea así, porque de tanto escuchar y repetir el ‘leit-motiv’ de que el fútbol representa el 1,37% del PIB de este país y que da de comer a 185.000 personas se nos ha olvidado que quienes sostienen tan boyante negocio son precisamente los aficionados. Porque son ellos los que deciden acudir en masa a ver un partido de fútbol en vez de uno de voleibol. Pero también son ellos los que sufren unos precios disparatados en las entradas y en las camisetas de sus jugadores favoritos. Los que cada día ven más lejanos a sus ídolos, aislados en su burbuja. Los que aguantan los horarios incómodos en aras de la globalización. Y son ellos los que, cuando por culpa de una pandemia dejan de ir a los estadios, provocan que el 1,37% del PIB se reduzca a la mitad y los clubes tengan que realizar ERTES a sus empleados y disminuyan momentáneamente las fortunas que pagan a sus estrellas. Conviene no olvidarlo. Y de paso cuidarles un poco más cuando regresen
/Marca
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